Por tanto un biomarcador debe poder medirse objetivamente y ser evaluado como un indicador de un proceso biológico normal, estado patogénico o de respuesta a un tratamiento farmacológico.
[1] Una importante ventaja que supone el uso de biomarcadores es que considera las variaciones interindividuales (diferencias en la absorción, biodisponibilidad, excreción o en los mecanismos reparadores del ADN) e incluso, intraindividuales como consecuencia de una alteración fisiopatológica concreta en un período de tiempo determinado.Por otro lado, un inconveniente importante radica en que no pueden aplicarse a sustancias que ejercen sus efectos tóxicos de forma instantánea, o sustancias que tienen una tasa de absorción muy pequeña.
[2] Un biomarcador ideal debería permitir una sencilla recolección de la muestra y fácil análisis.
La mayoría de los biomarcadores no cumplen todos los requisitos mencionados.
Los biomarcadores selectivos se basan en la medida directa del tóxico o sus metabolitos en fluidos o tejidos biológicos y los no selectivos constituyen un grupo de indicadores inespecíficos de exposición.