Poco antes de su ejecución, los condenados fueron vestidos con camisas rojas, algo tradicionalmente reservado a asesinos y envenenadores, lo cual ya se había hecho en otras ocasiones, como con los presuntos asesinos de Leonard Bourdon en Orleans en julio de 1793 y con Charlotte Corday.
Inicialmente sólo habían sido acusadas seis personas: El Comité de Seguridad General, en estrecha colaboración con Barère de Vieuzac, Collot y Billaud-Varennes, quiso otorgar un carácter aún más espectacular a la ejecución de los supuestos conspiradores y asesinos, por lo que elaboró un grupo heterogéneo compuesto por cincuenta y cuatro presuntos culpables a los que quiso dotar de un alo de complicidad, incluyendo en el último momento a siete presos comunes condenados por un tribunal ordinario.
Así, los enemigos de Robespierre, entre los que se encontraban varios diputados y representantes, pudieron bautizar el proceso contra los camisas rojas.
Su intención era señalarlo como aspirante a la omnipotencia, con el objetivo de socavar su popularidad y desacreditarlo públicamente.
El proceso estuvo plagado de irregularidades puesto que los documentos relativos al caso constituían una red de contradicciones, en las cuales las confesiones extraídas, las denuncias, tanto verdaderas como falsas, y los testimonios no coincidían.