Su venta se decidió en beneficio de la población del Estado, y esa población no podía invalidar las decisiones del gobierno anterior sólo porque en el momento actual tuviera uno diferente.
James Mandeville Carlisle, el abogado de Hardenburg, alegó que su cliente había comprado sus bonos en el mercado libre, en Nueva York, y que por tanto no podía conocer las cuestiones relativas a la validez de sus títulos.
En su decisión, Chase argumentó que la unión original de las colonias estadounidenses pretendía dar respuesta a problemas graves y muy reales experimentados por los colonos.
Más concretamente: De estas razones se seguía que Texas no había estado nunca fuera de la Unión, y cualquier acción estatal que se tomara para declarar la secesión o implementar los Decretos de Secesión (Ordinance of Secession) eran nulos y sin efecto.
El magistrado (justice) Robert Grier formuló un voto disidente manifestando su desacuerdo en todos los puntos planteados y defendidos por la mayoría.
Grier se basó en el caso Hepburn contra Ellzey, en el que el chief justice Marsall definió un estado como una entidad con derecho a representantes en el Congreso y en el Colegio Electoral.
Grier, un doughface (estadounidense del Norte, pero dispuesto a favorecer las posiciones políticas sudistas) de Pensilvania, se oponía a la Reconstrucción radical y era particularmente comprensivo con los titulares finales de los bonos.
Miller y Swayne eran más cercanos que Chase a la posición radical.
Los conservadores condenaron a Chase por una decisión que en la práctica permitía la continuidad del programa de reconstrucción desarrollado por el Congreso.
En un ataque frontal contra la posición de Chase, la misma iniciativa precisaba que «compete al Congreso decidir cuál es el gobierno legítimo de un Estado; y ocurre que, de acuerdo con la legislación vigente [entonces, es decir, durante la guerra], declaró que no existía ningún gobierno estatal en Virginia, Misisipi o Texas».
En su obra Creating New States: Theory and Practice of Secession, Aleksandar Pavković y Peter Radan[1] argumentan que la afirmación de que «No hay lugar para la reconsideración o la revocación [de la Unión], salvo mediante sedición [revolution] o a través del consentimiento de los Estados» no es en absoluto sorprendente.