Dentro se han hallado restos prehistóricos en forma de grabados, petroglifos o zoomórficos.
Su existencia, conocida desde antaño, fue en primer lugar publicada por el sacerdote jesuita Miguel Gutiérrez, quien en 1915 comunicó sus hallazgos al eminente paleontólogo Eduardo Hernández-Pacheco.
La angostura de la cueva, donde en algunos tramos alcanza los dos metros de ancho hace creer que no pudo ser habitada más que como refugio circunstancial.
La entrada es muy estrecha, y solo se puede acceder al interior arrastrándose.
Las paredes de la diaclasa van aproximándose hasta quedar una grieta por la que ya es imposible progresar.