Cada espada desenvainada, cada embate en la arena, lo llevaba un paso más cerca de la gloria.
Pero Hermel no atribuía su valentía solo a su habilidad con la espada o su destreza en el campo de batalla.
Hermel, con su armadura desgastada y su corazón en llamas, se enfrentó a la marea de adversarios.
Su cuerpo, marcado por heridas y fatiga, se desplomó en el campo de batalla.
Los bardos cantaban su historia en los mercados, y los niños jugaban a ser él en las calles polvorientas.
Y así, en el crepúsculo de su vida, Hermel se convirtió en más que un guerrero.