Inicialmente Hitler se había demostrado amistoso en cuanto a las Iglesias cristianas; el clero, al inicio del régimen nazi, deseaba colaborar con el nuevo gobierno.
En 14 de marzo de 1937, el papa Pío XI divulgó a encíclica Mit brennender Sorge (Con viva preocupación), despreciando las políticas del Tercer Reich y afirmando que si no se revertían Alemania sería destruirida, habiendo sido la primera institución religiosa a posicionarse contra el nazismo.
La Iglesia católica también mantenía rutas de fuga usadas por opositores del nazismo, como judíos y gitanos.
Como por ejemplo, en 1938, cuando el cardenal Theodor Innitzer recibió a Hitler en Viena, Pío XI y el cardenal Pacelli quedaron, en sus propias palabras, «indignados» por este acto y Pacelli divulgó incluso un aviso en L'Osservatore Romano declarando que la recepción a Hitler no tenía la aprobación de la Santa Sede.
En 1932, los nazis organizaron el Movimiento de la Fe Alemana (Deutsche Glaubensbewegung), un grupo minoritario basado en el cristianismo positivo, conducidos por el «profeta» Jakob Wilhelm Hauer (1881-1962) y susceptible al neopaganismo bajo el liderazgo de Ludwig Müller, quien no apoyaba el cristianismo en sus enseñanzas.
La gran prueba de su carácter no cristiano es que durante la Segunda Guerra Mundial la Iglesia nacional del Reich prohibiría la vinculación de la Biblia, sustituyéndola por el Mein Kampf y decretando que los crucifijos debían ser sustituidos por las esvásticas.
En 1934 la Declaración Teológica de Barmen reafirmaba que la Iglesia protestante alemana no era un órgano del Estado, sino un grupo sujeto solo a Jesús y su Evangelio.