Luce un traje negro de maja e indica imperiosamente una inscripción sobre la arena a sus pies.
Goya, extrañamente, no llegará a entregar este cuadro y lo llevará siempre consigo.
La dama, entonces con treinta y cinco años, parece casi arquear la espalda para adelgazar la figura.
Y ella lo apunta con el índice, lo señala, el nombre, ordena leerlo, mientras el rostro, como el de los dioses antiguos, es austeramente inexpresivo.
Si no fueron amantes – se ve la decepción mal disimulada del rechazo en la carta a Zapater en la cual pide al amigo «ayudarlo a pintar a la de Alba» - fue ciertamente su musa, que alimentará pasiones muy fértiles: el verano en Sanlúcar y su absorta felicidad habrían generado tinieblas, en su vida y en la historia de España y de Europa.