Al final del proceso, se concluyó que no hubo culpables, sino una serie de desafortunados sucesos.
Tan sólo unas pocas décadas después del hundimiento, en los años 1760 un sueco llamado Hans Albrecht von Treileben logró llegar hasta la nave hundida.
No sería hasta 1956 cuando un ingeniero civil, Anders Franzén, logró dar con la localización concreta del barco tras tres veranos intentándolo.
Además, gracias a la baja concentración de sal en el mar Báltico y a la casi total ausencia del molusco teredo navalis (que come madera) los restos del navío se hallaban en buenas condiciones.
Como no podían sacar el barco así como así, hicieron túneles bajo la nave con un potente chorro de agua y pasaron por ellos unos cables que iban sujetos a grúas en la superficie.
Tras dieciocho etapas, consiguieron llevar el navío hasta aguas menos profundas y ubicarlo junto a la isla de Kastellholmen.
Para intentar solucionarlo, el Vasa fue rociado durante diecisiete años con polietilenglicol, un producto ceroso altamente soluble en agua que penetra en la madera y reemplaza poco a poco al agua, y se dejó secar durante nueve años.
Proyectado para acoger unos 600 000 visitantes anuales, el museo ha sobrepasado ampliamente dicho promedio y recibía 1 100 000, razón por la cual en 2011 se emprendieron unas obras de ampliación, cuyo elemento más destacable es un espacio de acogida al público que evite las colas a la intemperie.
Por supuesto, se hallaron miles de aparejos del buque así como las seis velas que se encontraban recogidas en el momento del desastre que, pesar de su fragilidad, pudieron ser conservadas y exhibidas.