La herejía era equiparada al crimen de lesa majestad, en este caso cometido contra Dios, por lo que, al igual que el crimen de lesa majestad contra el rey, este también estaba penado con la muerte.
La Inquisición durante el auto de fe entregaba al condenado a la justicia real para que ejecutara la sentencia y la aplicara quemando a los reos en la hoguera, vivos si eran impenitentes y muertos, previamente estrangulados mediante el garrote vil, si eran penitentes —es decir, los relapsos que habían reconocido su culpa y mostrado arrepentimiento—.
[1] En el siguiente relato del auto de fe celebrado en Madrid en 1680 se describe cómo eran conducidos al auto de fe los que iban a ser relajados y cómo se efectuaba su entrega al brazo secular y la ejecución:[2]
Este sentimiento intentaba ser contrarrestado por los miembros de la Inquisición equiparando este acto con el suicidio, un pecado contra Dios, y pronunciando sentencias como esta: "No es la muerte la que hace al mártir, sino la causa por la que se muere".
Algunos decían que esto se remontaba a los tiempos del rey Fernando III el Santo, quien "deseaba tanto conservar la fe pura, intacta y sin contaminación que no se contentaba con hacer castigar a los herejes; cuando llegaba la hora de quemarlos, quería llevar él mismo leña para el sacrificio".
Durante ese tiempo la Cruz Blanca, que había presidido la ejecución y el desfile que había conducido a los condenados desde la sede de la Inquisición hasta el lugar donde se celebraba el auto de fe, era llevada en procesión para ser colocada junto a la Cruz Verde, enseña del Santo Oficio.
Ni pueden minimizarse ciertas explosiones ocasionales de salvajismo, como las padecidas por los chuetas a finales del siglo XVII.