Allí conoció a San Pedro Nolasco, ingresando en orden religiosa católica de los mercedarios en 1222.
Aquí no se intuye el ensueño divino que precede a la Resurrección.
La boca entreabierta no deja escapar ni un grito de dolor, demuestra el abatimiento paroxístico, dice en un soplo, simple y terriblemente, que ya es demasiado para seguir viviendo.
La gran capa blanca, casi un trampantojo, ocupa la mayor parte del cuadro.
Si se hace abstracción del rostro, la relación entre la superficie total y la de este gran espacio blanco es, exactamente, el número áureo.