Pero cuando resultó elegido su sucesor Clemente XIV, conocido por su poco aprecio a los jesuitas, las perspectivas de los monarcas católicos cambiaron.
El historiador del siglo XIX Manuel Danvila, citado por Antonio Domínguez Ortiz, barajó diversas hipótesis pero no llegó a ninguna conclusión: «Pudo temer por su vida y la de su familia, como reiteradamente consignó en su correspondencia; pudo creer que la doctrina de los jesuitas era incompatible con la tranquilidad de sus Estados y con su nueva política».
En septiembre, verificada ya la extinción, volvió a escribir al rey de Francia; le decía que no tenía «personalmente animadversión contra los jesuitas como individuos, pero que como cuerpo fomentaban la división en los Estados y sostenían máximas muy dañosas a los soberanos y a la tranquilidad de sus pueblos».
[6] Como el primer enviado a Roma por Carlos III, el arzobispo de Valencia Tomás Azpuro, solo consiguió resultados parciales, pues el papa se negaba a la supresión, lo sustituyó por José Moñino, que llegó a Roma en junio de 1772 con instrucciones muy precisas y amplios poderes.
Además Carlos III concedió «mercedes a don José Nicolás de Azara, procurador general de la Corte en Roma, al cardenal Zelada, al confesor del papa y a otras personas que habían colaborado en la extinción».