Allí conoció a muchos otros niños heridos como él, que no podían jugar al fútbol.
Alejandro Finisterre le confió a su amigo Francisco Javier Altuna, un carpintero vasco, la fabricación del primer futbolín según sus instrucciones.
Debido al triunfo del franquismo en la guerra, se exilió a Francia cruzando los Pirineos a pie, con la desgracia de perder durante el viaje el documento de la patente que llevaba.
Más tarde, en 1952, fue al Cabo de Santa María en Guatemala, donde mejoró su futbolín y empezó a fabricarlos, haciendo un buen negocio.
Agentes especiales españoles lo embarcaron en un avión con dirección a España, pero pudo escapar, se refugió en el lavabo del avión y construyó una bomba ficticia envolviendo una pastilla de jabón con papel de aluminio.
Después se trasladó a Zamora, donde gestionó la herencia del poeta León Felipe como albacea testamentario.
Escribió unas memorias, perdidas e inéditas, que tituló Bajo vientos, mareas y pechelingues.