Entre el 441 y el 454 el valle del Ebro se vio azotado por los bagaudas, de los que Zaragoza se libró gracias de nuevo a las murallas y a la intervención del ejército visigodo, todavía bajo obediencia romana.
El asedio duró dos meses, ya que, como no conseguían rendirla con las armas, lo intentaron por hambre.
La leyenda quiere que los ciudadanos, para proteger la ciudad, paseaban por las murallas la milagrosa túnica de San Vicente Mártir.
Hacia finales del siglo VI, Leovigildo convenció a Vicente II (572-586), obispo de Zaragoza, para que se convirtiera al arrianismo.
En el siglo VII, la ciudad tuvo un relativo florecimiento cultural gracias a una serie de grandes obispos: Máximo, Juan II, Braulio, Tajón y Valderedo, vinculados al monasterio de Santa Engracia, que poseía una importante biblioteca.
Suintila se refugió en Zaragoza contra las tropas de Sisenando, que, ayudados por un ejército mercenario franco, sitiaron la ciudad.