Después que Jesús entró en la barca, cesó el viento y llegaron a tierra.
Los discípulos se asustaron al ver a Jesús, pero éste les dijo que no tuvieran miedo.
Mateo también señala que los discípulos llamaron a Jesús Hijo de Dios.
[7] En los tres relatos, después de que Jesús subió al barco, el viento cesó y llegaron a la orilla.
[1][8] Las tempestades en el lago de Genesaret son frecuentes: las aguas se arremolinan con grave peligro para las embarcaciones.
Se refleja así la importancia que Jesús quiso dar a Pedro en la Iglesia.
Jesús, que vela por ella, acude a salvarla, no sin antes haberla dejado luchar para fortalecer el temple de sus hijos.
[15] La noche, según la costumbre romana, comenzaba con la puesta de sol y se dividía en cuatro partes o vigilias, de tres horas cada una: atardecer, media noche, canto del gallo y aurora.
Con este suceso enseña que, en medio de las situaciones más apuradas e inexplicables de la vida, Él está cerca de nosotros para sacarnos adelante, no sin antes habernos dejado luchar para que se fortalezca nuestra esperanza y se forje nuestro temple (cfr nota a Mt 14,22-33): «Permitió el Señor que peligrasen sus discípulos para que se hiciesen sufridos, y no los asistió en seguida, sino que los dejó en el peligro toda la noche, a fin de enseñarles a esperar con paciencia y que no se acostumbrasen a recibir inmediatamente el socorro en las tribulaciones».
Jesús viene de nuevo a su encuentro y se les manifiesta superior a Moisés, ante quien, para que los israelitas atravesaran el mar, Dios separó las aguas (cfr Ex 14,15-31).
20) evocan aquellas con las que Dios reveló su nombre a Moisés (cfr 8,28; Ex 3,14).
Al meditar este episodio, la tradición cristiana ha visto en la barca una figura de la Iglesia, que tendrá que soportar muchas dificultades y a la que el Señor ha prometido su asistencia a lo largo de los siglos (cfr Mt 28,20); por eso la Iglesia permanecerá firme y segura para siempre.
Porque, como dice San Agustín, cuando se enfría el amor, aumentan las olas y la nave zozobra.