Asimismo se impusieron las contribuciones del estanco de la sal y la del papel sellado que obligaba a plasmar los contratos comerciales en ese papel oficial y en castellano.
«Con razón, el payés Francesc Gelat podía exclamar apesadumbrado en su dietario: Quina cosa és lo rigor de un rey!».
[nota 1] La historiadora catalana Núria Sales ha reconocido que «las contribuciones pagadas al monarca eran pocas.
[10][11] Las críticas continuaron, como la de Joaquín Aguirre que en 1759 al catastro lo apodaba «catástrofe» y reclamaba la revisión del
En teoría, según la historiadora Núria Sales, «en contraste con los sistemas tributarios anteriores basados exclusivamente en la tasación indirecta, y por tanto en la baja imposición sistemática de las clases poseedoras, el catastro, calcado de la taille francesa, era más equitativo y racional.
[13] Roberto Fernández hace una valoración globalmente positiva del catastro ya que, según él, «resultó una forma de tributación que Cataluña soportó cada vez mejor y sin merma para su economía, aunque no todos los grupos sociales ni todos los territorios del país experimentaron idénticos efectos en su aplicación… Incluso no resulta exagerado afirmar que el catastro fue más bien beneficioso para el conjunto de la economía al permitir una mayor acumulación de capital a la progresiva distancia entre un cupo inalterable y una riqueza ciudadana en aumento, aunque valga también la afirmación paralela de que lo fue antes para las zonas prósperas que para las menos avanzadas, para las rentas del capital que para las rentas del trabajo, para las ganancias comerciales e industriales que para la riqueza rústica e inmobiliaria.
[…] De hecho, la Real Hacienda confió la ampliación de la colecta fiscal en Cataluña a unos impuestos indirectos que, gracias a la bonanza económica del siglo, le permitieron no presionar en asuntos catastrales y no alterar con ello la paz social».