Felipe V intentó recuperar Barcelona poniéndole sitio a principios de 1706 pero fracasó.
Aun cuando rebeldes, son vuestros súbditos y debéis tratarlos como un padre, corrigiéndolos pero sin perderlos».
Felipe V no hizo ningún caso, obstinado en castigar a aquellos que se habían rebelado contra su autoridad.
[23] El duque Berwick escribió en sus Memorias que aquella orden le pareció desmesurada y «poco cristiana».
Según Berwick, ésta se explicaba porque Felipe V y sus ministros consideraban que «todos los rebeldes debían ser pasados a cuchillo» y «quienes no habían manifestado su repulsa contra el Archiduque debían ser tenidos por enemigos».
Lo mismo pensaba Francesc Ametller porque igualar las leyes catalanas a las de Castilla causaría «una grande confusión», tanto en lo referente al ejercicio de la justicia, como en «los quotidianos contratos, disposiciones testamentarias y otros infinitos negocios que se sugetarían a continuas nulidades y defectos por dichas leyes, en perjuizio del comercio y de la pública quietud, utilidad y sociedad humana deste Principado».
[33][34] También se decidió mantener el Consulado del Mar, aunque con unas prerrogativas recortadas.
A partir de entonces todas las Audiencias de España pasaron a estar organizadas según el mismo reglamento, anulándose las ordenanzas particulares que habían regido hasta esa fecha.
Como ha dicho Josep Maria Gay, citado por Josep Fontana, «esta nueva planta rompe con el anterior sistema jurídico catalán sin anularlo sin embargo del todo», sino que permite un nivel de «supervivencia de las anteriores instituciones jurídicas, esencialmente las vertebradas alrededor del derecho común en el campo del derecho penal, privado y procesal».
Cincuenta años después el embajador del Imperio Austríaco, príncipe de Lobkowitz, escribía:[40]
En adelante, todos los súbditos de la monarquía podían ocupar cargos u honores «en una o otra provincia».
«La supresión de la extranjería tuvo, en cambio, efectos más positivos en el ámbito del comercio, y facilitó, junto con la imperfecta unión aduanera, el acceso de los productos catalanes en el mercado español, debiendo competir con los productos autóctonos y extranjeros», afirma Joaquim Albareda.
[48] Al año siguiente, una Instrucción secreta dirigida a los corregidores les ordenaba que fueran introduciendo por todas partes el castellano «a cuyo fin dará las providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto sin que se note el cuydado [sic]».
Sin embargo, según Núria Sales, «si dejando el mundo de los libros impresos, nos giramos al de los escritos inéditos no literarios, el predominio del catalán es obvio».
Así pues, en las distintas salas debería usarse el castellano, si bien y dado que no se habían derogado expresamente todas las antiguas leyes y usos, en el artículo octavo se indicaba que los relatores debían por lo cual deberían conocer tanto el latín, como el catalán, lenguas en que habían sido redactadas los "Usatges", pues no se conoce traducción de los mismos en lengua castellana hasta el siglo XIX[53] En los tribunales inferiores se interpretó que los litigantes podían usar la lengua catalana:[54]
En las universidades catalanas del siglo XVII mucha cosa se hacía en latín, de manera que el idioma desplazado (y no del todo) fue quizás este y no el catalán; pero por otra parte, no es lo mismo la hegemonía académica del latín, lengua muerta, que la hegemonía académica compartida por el latín con el castellano, lengua viva».
Una creación que, sin embargo, no debemos entenderla como una actitud puramente represiva, sino que también resultó un intento de racionalización de la precaria estructura universitaria del principado… Una creación que pretendía gestar una entidad del mismo calibre al de otras importantes universidades españolas…».
Es el caso del hispanista británico John Lynch, que considera que «la derrota de 1714 no constituyó una catástrofe» porque «las dificultades de posguerra se superaron gradualmente y los catalanes continuaron produciendo, vendiendo y comprando.
A medio plazo, la posibilidad de desarrollo económico, un mercado protegido en Castilla para sus productos y una eventual salida en América para sus exportaciones», concluye.
[63] Antonio Domínguez Ortiz comparte en gran medida la valoración de Lynch.
[64] Por su parte Carmelo Viñas y Carlos Seco coinciden en considerar que las Constituciones catalanas eran una anacrónica rémora que debía ser suprimida para hacer posible la construcción de un Estado-nación español unitario.
[70] Como ha destacado Núria Sales, «pocas fechas marcan un revés [daltabaix] más claro en la historia del país.
[72] En cuanto al papel decisivo que se atribuye a la política económica de los Borbones en el crecimiento económico catalán del siglo XVIII Fontana afirma que es un «mito» sin ningún fundamento.
[75] En cuanto al sentimiento identitario predominante entre los catalanes Fontana reconoce, citando a Pierre Vilar, que «nunca la burguesía catalana se ha sentido más española que en este final del siglo XVIII.
[76] Por su parte Roberto Fernández ha criticado la que él considera la interpretación «hegemónica» de la historiografía catalana (que denomina «paradigma austracista»), uno de cuyos principales representantes sería Josep Fontana.
Para Fernández, el «resurgir catalán» del siglo XVIII —que habría comenzado antes de la Nueva Planta: en las dos últimas décadas del siglo XVII, como ya demostró Pierre Vilar, y en lo que coincide con Fontana—[77] se debió fundamentalmente al «dinamismo» de la sociedad catalana,[nota 2] pero también tuvieron un papel relevante las políticas reformistas del Estado borbónico (y en este punto se opone radicalmente a la tesis de Fontana).
No obstante, puntualiza Fernández, «buena parte de la sociedad catalana fue teniendo una mejor convivencia con la realidad política y sentimental española, al tiempo que la desconfianza respecto a los gobiernos borbónicos fue disminuyendo de forma paulatina.
En 1793 con la Guerra Gran, en 1808 con la resistencia contra Napoleón o en las Cortes de Cádiz, todo apunta a que, entre bastantes catalanes, y no sólo entre sus clases dirigentes, la identificación con una unidad política denominada España resultaba bastante compatible con el deseo de mantener viva su pertenencia a la realidad histórica, lingüística, sentimental y cultural llamada Cataluña.
[85] Según Fernández, una prueba de la «mejor convivencia con la realidad política y sentimental española» sería la asunción del castellano «como la lengua culta, oficial y unitaria que expresaba simbólicamente la pertenencia a una entidad política común y superior que era la monarquía hispana comandada por una nueva dinastía», aunque el catalán «continuó ostentando su hegemónica presencia social en el hogar, en las relaciones sociales, en la enseñanza de las primeras letras, en las notarías, en los libros de cuentas comerciales o en la tarea de evangelizar mediante la predicación religiosa y la enseñanza de los catecismos (aunque fueran ganando terreno los bilingües)».
[88] «En resumen, la radical supresión de las Constituciones catalanas dio paso a una nueva organización institucional que consiguió una progresiva estabilidad social y política a la que contribuyó no sólo el autoritarismo y la presencia militar borbónica, sino también el hecho de que la mayor parte de la sociedad catalana, con especial acento para el caso de sus clases dirigentes, pudiera ir apreciando que sus vidas mejoraban material y socialmente».