Su destino comercial eran las numerosas bodegas, almazaras e industrias dedicadas al aceite, el vino, los vinagres y otros derivados como los aguardientes.
Los espacios principales eran la nave del alfar para el modelado y el secado de las piezas; un almacén para el barro, que podía suplirse con la pila formada por media tinaja enterrada a ras del suelo; y, ya al aire libre, el horno y la zona de secado.
[nota 2][5] Lo más destacado en la elaboración de las tinajas era el proceso totalmente manual, sin torno (inútil dado el tamaño y envergadura de las piezas), por el método o técnica alfarera del urdido (modelado por urdido).
Explica también Seseña que si la tinaja salía defectuosa y era inservible para su cometido, se reciclaba parte del recipiente cortándola a pico y aprovechándose como pila de lavar (una especie de cocio, tinajón o tintero) o pilón para dar de beber a los animales.
Arriba, en la capilla o cúpula del horno, se abren cinco respiraderos: el almofrez central y las cuatro piquera laterales.
Para aplicar el barniz se usaba un escobín de palmito o algo similar.
Las tinajas grandes necesitaban unas siete labores con tres o cuatro paradas para las tirás En el calendario católico andaluz, el modelado y secado se alargaban desde finales del mes de octubre o comienzos de noviembre, y no culminaba hasta San Antonio, en el mes de junio del siguiente año (permaneciendo a la sombra en el mismo lugar donde se había levantado la pieza); y aun pasaría un tiempo antes de un último secado al sol el mismo día en que se vidriaba, junto antes de introducirla en el horno para cocerla.
[8] No menos típicas de la alfarería lucentina son las orzas de matanza de las que se llegan a diferenciar siete tamaños, cada uno con su denominación propia: arrobera, cuartillera, pastoril, perrenga grande, perrenga chica, orza chica y levaudera;[10] todas ellas vidriadas, de perfil panzudo y con dos asas y borde resaltado, decoradas con una cenefa vegetal (las más pequeñas) o un ramo (las grandes).