El segundo libro de Lisuarte alcanzó una popularidad considerable, ya que fue reimpreso en Venecia en 1586, 1599, 1610 y 1630.
Del autor, Juan Díaz, solamente se sabe que era bachiller en cánones.
Frente a esta avalancha de nuevos Amadises, el Lisuarte de Díaz, cuya acción ya no encajaba para nada en la serie, debió suscitar todavía menos interés.
Díaz no conoció el primer Lisuarte sino cuando ya tenía muy avanzado el suyo, circunstancia que sin duda le molestó y le obligó a cambiar la numeración de séptimo por octavo.
Esta vez, sin embargo, las circunstancias favorecieron a Luján, porque fue su obra y no la última de Silva la que sirvió de base a Mambrino Roseo, el continuador del ciclo amadisiano en Italia.
Sin embargo, una lectura cuidadosa de la obra demuestra que tales elementos son relativamente raros.
El segundo Lisuarte es ante todo y por todo un típico libro de caballerías, que hace ocasionales concesiones a lo religioso, pero que está muy distante de espetar continuamente al lector enseñanzas teológicas y morales, como sí ocurre en Florisando.
Tal vez Juan Díaz consideró como cosa normal que el célebre héroe, como cualquier monarca europeo del siglo XVI d. C., falleciese y fuese enterrado cristianamente cuando ya sus nietos estaban en edad adulta.
Algunos pasajes del Quijote podrían haberse inspirado en el texto de Díaz.
Las doncellas se duermen rápidamente, pero Lisuarte no logra conciliar el sueño y En el Quijote, después de cantar, el Caballero del Bosque lanza un “¡ay!” y con voz doliente y lastimada se queja de la ingratitud de Casildea de Vandalia, a la que ha hecho que confiesen como la mujer más hermosa del mundo todos los caballeros navarros, leoneses, tartesios, castellanos y manchegos.
Su interlocutor acepta el reto pero sugiere esperar la llegada del sol, “...porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas, a escuras como los salteadores y rufianes...” En la obra de Díaz, cuando el caballero desconocido termina de cantar, comienza a lamentarse entre suspiros, dirigiéndose a su señora la Reina de Leonís y diciendo, entre otras cosas, “...vos sois sola aquélla que en hermosura, linaje y virtud en el mundo igual no habéis, y así lo haré yo conocer por vuestro servicio a todo caballero que lo contrario dijere en cuanto esta poca vida me durare...”.
El otro le dice que la llegada del día no tardará “y entonces será nuestra batalla a razón conveniente, que si tú sueles combatir de noche será porque ninguno vea tu poco valor y no publique tu mengua...” Los paralelismos continúan cuando llega la aurora.
Don Quijote desmonta y quita a su rival “...las lazadas del yelmo para ver si era muerto”.
Ver el rostro del bachiller Carrasco le causa una lógica sorpresa y lo atribuye a la acción de los encantadores, pero al notar que el de los Espejos vuelve en sí, le pone la punta de su espada en el rostro y le dice que es muerto, a menos que confiese que Dulcinea aventaja en belleza a Casildea de Vandalia y que prometa además ir al Toboso y presentarse ante su señora, a lo cual se aviene el derrotado.
Gayangos lo debe haber leído sin mayor atención, ya que no menciona en absoluto el episodio de Rolandín.
En el primer Lisuarte, mientras el héroe griego pasa una noche en despoblado, oye llegar a un caballero solo, que desmonta y dedica una alabanza a una dama sin par.
Lisuarte considera esta expresión injuriosa para su señora (Onoloria de Trapisonda) y desafía al desconocido.
Como el héroe de Díaz, Don Quijote derriba a su oponente, le mira el rostro y al notar que vuelve en sí le pone la punta de la espada en la cara, le obliga a reconocer su derrota y lo envía ante Dulcinea del mismo modo que Lisuarte ordena a Rolandín que se presente ante el rey Amadís.