[6] El ministro de la Gobernación y el representante del gobierno saliente decidían ―aunque en las negociaciones también intervenían los caciques y los líderes de las facciones de los partidos―[4] sobre los distritos disponibles («dóciles», «muertos» o «mostrencos»), cuyos candidatos recibían el nombre de «cuneros» o «trashumantes» (el historiador Carmelo Romero Salvador los llama «aves de paso») porque carecían de arraigo en el mismo, mientras que en principio quedaban fuera del reparto los distritos propios, en los que un determinado diputado, conservador o liberal, tenía asegurada la elección gracias a las redes clientelares que se había labrado allí ―convertido de esta forma en el oligarca local o gran cacique―, por lo que era inútil presentar un candidato alternativo porque saldría derrotado, aunque no dejaban de intentarlo si el que lo ocupaba era del partido contrario al del gobierno.
[7][8][9] A los diputados de estos últimos distritos José Varela Ortega los ha llamado «candidatos naturales, con arraigo o por derecho propio»,[10] y Carmelo Romero Salvador «cangrejos ermitaños» ya que, «así como esos pequeños crustáceos se introducen en una concha vacía de la que resulta muy difícil desalojarlos, así también ellos se hicieron con la representación de un distrito llegando a ser en él inamovibles», constituyendo así «cacicatos duraderos, con un mismo diputado a lo largo de varias legislaturas».
[14] El cronista parlamentario del diario conservador ABC Wenceslao Fernández Flórez escribió en 1916:[15] El artículo 29 de la Ley electoral de 1907, promovida por el conservador Antonio Maura, simplificó el «encasillado» al establecer que en aquellos distritos en que se presentara un único candidato este resultaría elegido sin necesidad de realizar la votación (Carmelo Romero Salvador ha destacado la paradoja que suponía privar a unos electores del voto cuando la ley por primera vez en España lo establecía como un deber y multaba a las personas que no votaran).
El artículo 29 estuvo vigente durante las siete elecciones siguientes y en las mismas 734 escaños, una cuarta parte del total, fueron cubiertos por este sistema ―en las de 1916, convocadas y ganadas por el gobierno del liberal conde de Romanones, y en las de 1923, convocadas y ganadas por el gobierno del liberal Manuel García Prieto, un tercio de los diputados obtuvieron el escaño sin pasar por las urnas; «en ambas casi hubo tantos electores privados de poder ejercer su voto (un millón setecientos mil), como votantes (dos millones) en aquellos distritos y circunscripciones en los que sí hubo elección»―.
[16] Carmelo Romero Salvador ha explicado así la aplicación tan extendida del artículo 29: «Dado que pasar por las urnas siempre suponía a partidos y candidatos, incluso cuando la elección estaba asegurada, molestias, gastos y una mayor dependencia de las peticiones personales y colectivas de los electores, llegar a acuerdos para evitar competencias entre ellos se convirtió en un objetivo altamente deseado».